La reliquia by José Maria Eça de Queirós

La reliquia by José Maria Eça de Queirós

autor:José Maria Eça de Queirós [Eça de Queirós, José Maria]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1887-01-01T00:00:00+00:00


IV

Al otro día, domingo, levantamos nuestras tiendas. Caminando hacia occidente por el valle de Cherit dimos comienzo a nuestra peregrinación por Galilea. Pero fuese que la consoladora fuente de la admiración se hubiese secado en mí, o que mi alma, arrebatada por un momento a las cimas de la historia y sacudida por ásperos escalofríos de emoción, ya no pudiese complacerse en aquellos tranquilos y yermos caminos de Siria, ello es que sentí siempre indiferencia y cansancio, desde el país de Efrén hasta el país de Zabulón.

Cuando aquella noche acampamos en Betel, la Luna llena comenzaba a mostrarse tras los montes negros de Gilead… El festivo Potte me enseñó el suelo sagrado en que Jacob, pastor de Bersabé, había visto en sueños una escala luminosa, hincada a sus pies y arrimada a las estrellas, por la cual subían y bajaban, entre tierra y cielo, ángeles silenciosos. Yo bostecé formidablemente, murmurando:

—¡Tiene gracia!…

Y así, bostezando, atravesé la tierra de los prodigios. La gracia de los valles me aburrió tanto como la santidad de las ruinas. En el pozo de Jacob, sentado en las mismas piedras en que Jesús, cansado como yo de andar por aquellos caminos y como yo bebiendo del cántaro de una samaritana, había enseñado la nueva y pura manera de adorar; en las proximidades del Carmelo, aposentado en la celda de un monasterio, oyendo de noche el viento en el ramaje de los cedros que abrigaron a Elías, y las ondas vasallas de Hiran, rey de Tiro; galopando con el albornoz al viento por la planicie de Esdrelón; remando dulcemente en el lago de Genezaret, cubierto de silencio a mi lado, compañero fiel, que a cada paso me apretaba contra su pecho, debajo de su manto pardo.

A veces, sin embargo, un perfume delicado y grato me llegaba del remoto pasado y agitaba levemente mi alma, como una brisa lenta agita un cortinaje muy pesado… Entonces, fumando delante de mi tienda, trotando por el lecho seco de los torrentes, veía con deleite jirones sueltos de aquella antigüedad que me había apasionado: la terma romana donde una criatura maravillosa, de mitra gualda, se ofrecía lasciva y pontifical; el hermoso Manasés, llevando la mano a la espada llena de pedrería; mercaderes del templo, desdoblando los brocados de Babilonia; la sentencia del rabí con una rúbrica brillante, en un pilar de piedra de la Puerta Judiciaria; las calles iluminadas, griegos danzando la calábida… Y entonces experimentaba un deseo angustioso de sumergirme en aquel mundo irrecuperable. ¡Cosa risible! Yo, Raposo y doctor, que gozaba todas las dulzuras de la civilización, sentía nostalgia de aquella bárbara Jerusalén por donde había pasado en un día del mes de nisán, siendo Poncio Pilatos procurador de Judea.

Después, estos recuerdos agonizaban como una lámpara a la cual faltase el aceite. En mi alma solamente quedaban cenizas, y delante de las ruinas del monte Ebal o bajo las pomaredas que perfuman a Siquen, no hacía otra cosa sino bostezar.

Cuando llegamos a Nazaret, que aparece en la desolación de Palestina como



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